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40 años del primer caso de sida en España

En octubre de 1981 fallecía en Barcelona un hombre de 35 años al que se considera la primera víctima del sida en nuestro país. Los especialistas recuerdan aquellos años de miedo, impotencia y discriminación. Y destacan cómo todo cambió a partir de 1996 con la llegada de los modernos antirretrovirales.

JULIO 2021

Octubre de 1981. Hospital Vall d’Hebron de Barcelona. Un hombre de 35 años ingresa de urgencia en el centro. Parte: dolor de cabeza persistente, manchas de color púrpura en la piel, adenopatías. Se le diagnostican sarcoma de Kaposi —un tipo de cáncer de piel— e infección intracerebral. Al poco tiempo fallece. Es el primer caso documentado de sida en España, pero ningún periódico recoge la noticia.

La identidad del fallecido permanece oculta cuarenta años después. Sí se sabe que relató al médico que le atendió que era homosexual y que llevaba meses sintiendo que su cuerpo se comportaba de forma extraña. Aunque tenía pareja estable, confesó también que en dos viajes anteriores a Nueva York y Estambul había mantenido relaciones sexuales esporádicas. No tengo apetito, pierdo peso a pasos agigantados y en la espalda y en una de mis piernas me han salido dos manchas de color púrpura, declaró entonces. Luego, llegaron los fortísimos dolores de cabeza y la fiebre.

Carmen Navarro tiene 79 años. Vive en Bayona (Pontevedra). Neuropatóloga jubilada, fue la primera persona que diagnosticó el virus en nuestro país sin saber que se trataba de sida. «Han pasado cuarenta años y recuerdo perfectamente lo que vi: había unas esferas, unos puntitos en las células. Le conté a mi jefe lo que había encontrado y no me creyó, pero una prueba con microscopio electrónico, que es mucho más potente que el óptico, confirmó mi diagnóstico inicial», hace memoria hoy.

Navarro, entonces jefa de la sección de Neuropatología del hospital Vall d’Hebron y la especialista que se encargó de analizar la lesión cerebral del ingresado, asoció la infección intercerebral con una toxoplasmosis, es decir, con un parásito. Aquello no tenía lógica aparente. “Era totalmente insospechado que ese paciente tuviera una toxoplasmosis. Al comprobar que padecía sarcoma de Kaposi con infección oportunista, concluimos que se trataba de un cuadro completo homosexual, sarcoma de Kaposi e infección oportunista del que ya se había alertado a la población científica en el último año”, explica. Se refiere al ‘cáncer gay’, como inicialmente se conoció al sida. Las primeras señales de alarma habían saltado sólo tres meses antes en Estados Unidos: en California y en Nueva York.

“La homofobia era un factor relevante para explicar la psicosis que vendría, pero también la desinformación general y, desde luego, la falta de respuesta científica”

Carmen Navarro

neuropatóloga jubilada

Lo que había encontrado Carmen Navarro era insólito. Tanto que la prestigiosa revista The Lancet publicó al poco un artículo firmado por ella y otros colegas del Vall d’Hebron. No sólo describían en él el primer caso de sida en España sino que también era la primera vez que se asociaba la infección intracerebral por toxoplasma a este síndrome.

Al sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida) se le puso nombre finalmente en 1982. Y al VIH (virus de la inmunodeficiencia humana), al año siguiente, después de que un grupo de investigadores franceses del Instituto Pasteur hallara que ese virus era la causa de la terrible enfermedad. Pero todavía en 1981 no se sabía casi nada. No había patrones comunes en los pacientes. Tan sólo que eran varones y homosexuales, y que acababan bastante cruelmente sus vidas sin un tratamiento adecuado. Los medios callaban al afectar la enfermedad a una comunidad estigmatizada por su condición sexual. «La homofobia era un factor relevante para explicar la psicosis que vendría, pero también la desinformación general y, desde luego, la falta de respuesta científica», se lamenta Navarro.

Pronto, la etiqueta ‘rosa’ saltó por los aires. Se empezaron a contar víctimas con perfiles muy distintos: heroinómanos, hemofílicos, transfundidos, mujeres, bebés… No, pese a las portadas de los diarios y a los informativos de radio y televisión, no se trataba de un ‘cáncer gay’. Era algo mucho más amplio y peligroso, capaz de desactivar el sistema inmune de una persona y hacer a ésta fácil presa de infecciones y tumores.

Miedo, impotencia, discriminación

El desconocimiento y los prejuicios dieron paso al miedo. «Al no conocerse la forma de transmisión, se despertó el miedo de familiares y personal sanitario, llegando incluso a situaciones dramáticas e injustificadas de rechazo al contacto y a una relación mínima con los enfermos», continúa la ex neuropatóloga. Santiago Moreno, entonces recién graduado, y en la actualidad jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, abunda en el lamento con su proverbial gracejo: “La gente tiende a comparar. Que cuál ha sido más grave: la pandemia del coronavirus o la del sida. No son comparables. Cada una ha causado mucho daño a su manera. Pero se nos ha olvidado lo que fueron los ochenta. De terror”.

“Cuando me preguntan qué ha sido peor, si la epidemia de sida o la de coronavirus, se nos ha olvidado lo que fueron los ochenta. De terror. La diferencia es que la transmisión entonces fue más limitada porque requería unas prácticas concretas. Los profesionales que nos dedicamos al VIH vivimos aquello con tanta o más angustia. Nos vimos igual de desbordados… y más solos. Con la COVID-19, el personal sanitario se ha volcado, pero con el VIH todo el mundo dio un paso atrás”

Santiago Moreno

jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal de Madrid

“Recuerdo bien a esos pacientes que empezaron a verse en 1983 y 1984. En 1986, la epidemia ya estalló en toda España”, asegura José Alcamí, entonces residente del Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid y hoy director de la Unidad de Inmunopatología del Sida en el Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III. Como ocurrió en 2020 con el coronavirus, el número de ingresos por sida empezó a superar la capacidad de los servicios de enfermedades infecciosas.

Peor que el coronavirus

Entre marzo y mayo de 2020, Santiago Moreno permaneció una semana en la UCI e ingresado en planta casi dos meses por culpa de la COVID-19. Sabe bien de lo que habla. “Acuérdate de la gente con miedo en los bares a beber un vaso de agua pensando que lo podía haber usado antes una persona con sida. Gente que no quería ir a las piscina porque no tenía claro si el virus se podía transmitir por el agua. Con miedo a los mosquitos. Fue tremendo. La diferencia está en que la transmisión entonces fue más limitada porque requería unas prácticas concretas. Pero los profesionales que nos dedicamos al VIH vivimos aquello con tanta o más angustia que la COVID-19. Nos vimos igual de desbordados… y más solos. Con la COVID-19, el personal sanitario se ha volcado, pero con el VIH todo el mundo dio un paso atrás”, dice con énfasis.

La tasa de mortalidad en aquella época rozaba el 50%. Los análisis de los seropositivos eran señalizados con un punto rojo en los laboratorios. La discriminación alcanzó a muchos profesionales. “Además del miedo que veías en los pacientes y en el propio entorno hospitalario, a los pacientes con VIH se les trataba como peligrosos, y se les ponía una pegatina roja en su historia clínica e, incluso, en la cama”, señala Alcamí. «Ese punto rojo era como poner una estrella de David a los judíos en la época nazi. Tardaron años en ser eliminados. En una ocasión, un paciente con VIH tuvo una apendicitis. Llegué a oír que no valía la pena operarle porque se iba a morir pronto. Si teníamos que pedir una endoscopia digestiva ante una sospecha de candidiasis esofágica, ello suponía una dificultad tremenda por el temor de contaminar los endoscopios. Lo mismo pasaba con las cirugías. Los cirujanos tenían miedo de operar a pacientes con sida por si se contagiaban. Por cosas como ésa tuve broncas con muchos compañeros”, recuerda Moreno.

“Los antirretrovirales supusieron el principio del fin. Es un recuerdo inolvidable. Escuchar esos datos y esas conferencias en directo ha sido uno de los hitos de mi vida profesional”

Emilio Bouza

fundador de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC)

Y es que, en España, el principal foco de transmisión no estaba en las prácticas sexuales de riesgo y sin protección sino en el intercambio de jeringuillas entre la población drogodependiente. En estas personas, la epidemia fue devastadora. “El sida en Estados Unidos lo padecían casi siempre homosexuales, a menudo de clase social media-alta, personas que participan muy activamente en el control de su enfermedad. En España, los pacientes eran en su mayoría adictos a drogas por vía parenteral y con un bajo nivel de implicación en el control y prevención de su enfermedad”, añade Bouza. “Hasta un 50%de las camas de nuestro servicio tenía pacientes drogadictos”, corrobora José Alcamí.

La era targa

Durante los primeros años, los especialistas, impotentes, apenas podían sino tratar de paliar las enfermedades asociadas que desarrollaban los pacientes. “Era desesperante. Con un sistema inmunológico destruido, nada hacía efecto”, subraya Alcamí. Nada tiene que ver todo esto con la situación actual. En 1996, la presentación de los resultados de los modernos tratamientos antirretrovirales cambia para siempre la cara de la epidemia. “Fue el principio del fin, un recuerdo inolvidable. Escuchar esos datos y esas conferencias en directo ha sido uno de los hitos de mi vida profesional”, asegura Emilio Bouza.

Cierto es que en estos cuarenta años han fallecido 34,7 millones de personas en todo el mundo por patologías asociadas con el VIH y el sida. Que todavía hoy 37,6 millones de personas viven en el planeta con VIH y que se producen 690.000 muertes al año. Sin embargo, las infecciones por VIH se han reducido un 40% desde su pico en 1998 y la mortalidad ha descendido otro 40% en la última década. La epidemia ya sólo está al alza en Europa del Este, incluso baja en África subsahariana, la zona más castigada.

La clave está en los tratamientos antirretrovirales, que han conseguido convertir lo que era una enfermedad mortal en una enfermedad crónica. Hemos pasado de cócteles de tratamientos con innumerables pastillas y graves efectos secundarios a nuevas pautas de tratamiento con un solo comprimido diario con apenas efectos secundarios que ofrecen tranquilidad y confianza a médicos y pacientes. No hay cura todavía, pero sí garantía de supervivencia y bienestar. «Hoy, aquel chico se hubiera salvado», afirma con rotundidad Carmen Navarro.

Objetivo 2030

El último informe de la ONU, hecho público en junio de este año, demuestra que los países con leyes y políticas progresivas y sistemas sanitarios sólidos e inclusivos han obtenido los mejores resultados contra el VIH. En esos países, las personas que viven con el VIH tienen más posibilidades de acceder a servicios eficaces, incluidas las pruebas de detección, la profilaxis previa a la exposición, la reducción del daño, el suministro multimensual de medicamento y un seguimiento y una atención constantes y de calidad.

Al VIH y al sida se destinan hoy 15.000 millones de euros al año. ONUSIDA estima que en 2025 será necesario invertir 29.000 millones para conseguir alcanzar en 2030 el objetivo 95-95-95 y el ansiado final de la enfermedad. Cada inversión adicional de un dólar estadounidense en la implementación de la estrategia mundial contra el sida supone un retorno de más de siete dólares en beneficios para la salud. Pero el tiempo apremia. Los objetivos de financiación marcados en 2016 no se están cumpliendo. Desde 2015 se han registrado 3,2 millones de infecciones y un millón de muertes más de las previstas si se hubiera mantenido la senda prevista. Winnie Byanyima, directora ejecutiva de ONUSIDA, insta a todos los líderes mundiales a ser audaces y a no escatimar recursos: «El mundo no puede permitirse invertir menos”. 

“El mundo no puede permitirse invertir menos”

Winnie Byanyima

directora ejecutiva de ONUSIDA

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