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Emma Fernández: “A los recién diagnosticados de VIH hay que escucharlos, dejarles llorar y que responsabilicen a otro”

“¿Qué por qué me he dedicado a ser enfermera de VIH?”, se hace eco Emma Fernández de la pregunta que le hacemos. No tiene que pensarlo mucho: “Mira, a mí hay una cosa que siempre me rondaba por la cabeza. El virus del VIH es el mismo para todo el mundo, pero es muy diferente la manera como lo afronta cada uno. Y eso hizo que quisiera cambiar la forma de abordar el trato a las personas que tienen VIH. Dar una vuelta al sistema”.

JULIO 2023

Fotos y vídeos de Vicens Giménez.

Emma es desde hace unas semanas enfermera experta en VIH en el Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña. Pero los últimos 23 años, ha sido enfermera de Práctica Clínica Avanzada en VIH en el Hospital Clínic de Barcelona. Es considerada un referente en la materia. Antes de acabar sus estudios, en 2001, recibió una beca para viajar unos meses a Salvador de Bahía (Brasil). Allí, por primera vez, tomó contacto con el VIH y la tuberculosis. “Hacíamos atención domiciliaria, tan bien que me maravilló”. La experiencia fue el comienzo de su itinerario profesional.

De vuelta a Barcelona, entró como auxiliar de enfermería en el Clínic, compatibilizando el final de su carrera universitaria con el trabajo. “Al principio rotaba, como todos. Pero no me veía en la UCI ni en cardio. Y entonces empecé a trabajar en infecciosas, con el VIH. Ya tenía claro que eso era lo que me apetecía”. Y añade misteriosa, dibujando una sonrisa: “Además, yo tenía un máster en homosexualidad”.

Se explica. Emma recuerda que la aparición de los tratamientos antirretrovirales de gran actividad, en 1996, cambió el discurso médico. “Aquellos primeros tratamientos tenían mucha toxicidad, pero conseguían salvar la vida de los pacientes, por lo que se animaba a soportar la situación”. Con la mejora de los tratamientos, todos los esfuerzos se centraron en cronificar la infección. Otros aspectos relacionados con el virus, como las secuelas o las comorbilidades, fueron relegados a segundo plano. “Eso llevó a que el papel de la enfermería pasara desapercibido. Pero nosotras sabíamos que podíamos ayudarles más”, afirma Emma. Esa forma de entender los cuidados le llevó a una conclusión: “Si quería dar un paso más, necesitaba formarme, entender qué es vivir con VIH y por qué el mismo virus afecta de manera distinta a cada uno”.

“Los nuevos antirretrovirales hicieron que el papel de la enfermería pasara desapercibido. Pero nosotras sabíamos que podíamos ayudar más a los pacientes”

En 2008 se puso a estudiar antropología, algo que considera que la ha empoderado para acometer los cambios y enfrentarse, de alguna manera, al sistema.

Un camino marcado

Emma Fernández tiene 53 años. Nació en los suburbios de París, a donde se desplazó su familia para trabajar en la construcción. Su padre, Manuel, ya fallecido, decidió enviar de vuelta a España a la familia al poco de nacer Emma. “Venían de la Galicia profunda y el ambiente de París, tras el mayo del 68, era demasiado revolucionario para ellos”, hace memoria. El padre se quedó un tiempo más, Emma volvió con su madre, Perpetua González, que todavía vive.

A los 14 años sus padres la enviaron a Ourense a estudiar. Sola, ya que sus padres vivían a 80 kilómetros de la capital. “Eso me hizo muy autónoma; no económicamente, pero sí muy responsable”. Emma recuerda que su padre, a pesar de sus orígenes, tenía una visión muy amplia de la vida e insistía en que ella estudiara. “Lo normal en aquellos años, en nuestra zona, era trabajar o buscar marido. Yo tengo una hermana cuatro años mayor que siguió ese camino. No sé en qué momento me desvié, por suerte…”

Cuando acabó bachillerato, “caí en lo que se esperaba de mí. Me enamoré, me casé y dejé de estudiar. Encontré al hombre de mi vida y me vine a Barcelona con él”. Vuelve a sonreír misteriosa. Rui, que así se llama, es brasileño, de Sao Paulo. Era 1991. Emma y Rui tuvieron un hijo en 1994, Eduardo, que hoy es músico. Pero al poco tiempo, Rui le reveló que se estaba enamorando de otra persona. Emma cuenta que le respondió algo así como “a ver cómo lo podemos arreglar”. “Yo siempre he sido muy abierta”, dice de sí misma. El caso es que Rui le reconoció que esa otra persona era un hombre. “¿Ves a qué me refería con lo de que tengo un máster en homosexualidad?”, ríe.

Enma Fernández, enfermera experta en VIH

Lo pasó muy mal. Se le vino el mundo encima. Se separaron en 1996. Emma estuvo varios meses sin contárselo a nadie, disimulando, dando largas, hasta que la situación se hizo fue insostenible. “Nunca se podía poner cuando llamaban mis padres, siempre estaba en el baño. Cuando por fin lo conté, mi padre quería matarlo”. No se movió de Barcelona, “no sólo porque tenía mi vida allí sino también porque era importante que el niño siguiera vinculado a su padre”. Rui y Emma mantienen hoy una muy buena relación. “Es muy buena gente. Mi mejor amigo”. Y vuelve a reír recordando que a ella le encandiló en su día “porque yo huía del patrón de hombre gallego, y Rui era todo sensibilidad. ¡Me pasé un poco de la raya!”

Dos años más tarde, estando en Galicia con sus padres, tomó una decisión. “Para mí, Galicia no sólo es mi casa, es mi refugio para pensar y resetearme. Y entonces salió en mi cabeza la enfermería, que era lo que yo quería estudiar cuando terminé bachillerato. Se me había olvidado”. Pidió la cuenta en el bar donde trabajaba, pero el dueño le echó una mano y le ofreció seguir trabajando durante las horas del mediodía. “Eso me permitió completar los estudios, tener un poco de dinero y cuidar de mi hijo”. Todo al mismo tiempo, con 30 años. Se entienden así su resiliencia y su capacidad de trabajo.

Escuchar

“Lo más importante que hacemos aquí es escuchar. Las personas llegan asustadas, y tienes que conseguir que se relajen”. Emma señala una caja de pañuelos de papel. La mayoría de las personas que pasan por su despacho, en el edificio de consultas externas del Clínic, son inmigrantes. Acaban de llegar a España y se encuentran perdidas. “Se juntan su llegada a un nuevo país, su falta de recursos y el VIH. Es un cóctel demasiado intenso”, señala.

“Lo más importante que hacemos aquí es escuchar. Las personas llegan asustadas, y tienes que conseguir que se relajen. Hemos de pensar en el bloqueo que a menudo sienten. Se trata de crear un espacio amigable en el que nadie va a ser juzgado”

El día que nos recibe, Emma tiene cuatro pacientes para consulta. “Es una pena, hoy no hay ninguna mujer. La diferencia es muy grande, te lo aseguro”. El estigma que rodea a las mujeres es doble, especialmente en las mujeres inmigrantes, ya que, subraya, “proceden de países con menores recursos y en los que el papel de la mujer está relegado”.

El primer hombre que pasa consulta tiene 22 años. Está recién llegado de Colombia. Lleva dos meses en España. Raúl (no es su verdadero nombre) es abiertamente homosexual. Ha venido con su pareja, que es el siguiente en la lista de Emma. Sus ojos delatan nerviosismo. Emma le va llevando, suave. “Hemos de pensar en el bloqueo que a menudo sienten. Se trata de crear un espacio amigable en el que nadie va a ser juzgado”, me cuenta después. Y mientras le va haciendo preguntas sobre el VIH, sobre su situación médica (fecha del diagnóstico, últimos análisis, niveles…), intercala otros temas para hacerle sentir cómodo. Como quien no quiere la cosa, Emma le habla de Colombia, de lo que le gusta ese país, su comida, su música… La conversación se distiende y Raúl se va relajando. La información que da Raúl es imprecisa, pero Emma no se inmuta.

Es en ese momento cuando le interpela sobre cómo se siente: cómo está de ánimo y si cree que necesita algo en esa línea. Raúl reconoce que le vendría bien un poco de ayuda. “Es que en Colombia es complicado”, dice. Y añade el paciente: “Me metí en drogas, alcohol. Tuve depresión”. Emma ha calado la situación al instante. Acto seguido, pide cita en el psicólogo para él. “Tenemos que luchar para que mantengan la máxima capacidad física y mental. Ellos pueden tener una analítica buena, pero también insomnio, dolor crónico, ansiedad. Y eso hay que preguntarlo”.

“Tenemos que luchar para que mantengan la máxima capacidad física y mental. Ellos pueden tener una analítica buena, pero también insomnio, dolor crónico, ansiedad. Y eso hay que preguntarlo”

Después, sólo después, pide las analíticas y le extrae sangre. Todo fluye con delicadeza. Se ha ganado a Raúl en cinco minutos. A continuación, le va explicando los procesos que tiene que seguir, dónde está cada cosa, las citas que ha solicitado para él… y le anima a tomar las riendas de su salud. Empieza una labor de formación, información y promoción de la salud. Le explica que ser indetectable es ser intransmisible: las personas que toman la medicación de manera adecuada y su virus está indetectable, no transmiten el VIH. Raúl se sorprende:

“¿Puedo tener hijos?”, pregunta.

“¿Quieres?”, le responde Emma.

“¡Obvio!”, dice Raúl.

“Pues claro que podrás”, le sonríe ella.

Los ojos de Raúl transmiten una sonrisa infinita. “Enfermería es siempre la primera puerta por donde entra un paciente recién diagnosticado. Algunos están más al día, pero muchos no tienen información acerca de la realidad actual del VIH”, comenta Emma cuando por fin sale Raúl.

Y entonces entra Mario (tampoco es su verdadero nombre).  Es la pareja de Raúl. Tiene 28 años y, como él, viene derivado de la oenegé Stopsida. Pero es muy distinto a Raúl, mucho más maduro. Emma lo advierte al instante, y, aunque le facilita la misma información, su aproximación es distinta. Le pregunta cómo se siente, qué necesidades tiene, cómo le va con su medicación, si la tolera y qué efectos secundarios advierte… Y le recomienda que no sea el responsable de la salud de Raúl, que le deje a él su propia responsabilidad. (Mario le ha facilitado a Emma todos los datos médicos que Raúl no sabía de sí mismo).

“Enfermería es siempre la primera puerta por donde entra un paciente recién diagnosticado. Algunos están más al día, pero muchos no tienen información acerca de la realidad actual del VIH”

Emma atiende más tarde a Luis, que también viene de Colombia. Tiene 40 años y su perfil es otro. Lleva tres meses en España. Llega huyendo de su país por temas relacionados con la violencia. Está muy nervioso. Es homosexual. Muy pocas personas conocen su situación. Al poco, Luis se derrumba. Se pone a llorar y cuenta su historia. Emma gestiona la situación: le acerca los pañuelos de papel mientras me guiña el ojo disimuladamente. Claramente, no es la primera vez. Le tranquiliza, le acaricia el brazo, con dulzura, y le dice que es normal, que cada cual lo lleva como quiere, pero que es bueno visibilizar que se tiene VIH. “En cualquier caso, tranquilo, es mejor contarlo cuando estés más fuerte”, le dice.

Emma le enfoca hacia la necesidad de buscar ayuda y le habla de acudir a Stop Sida. Le facilita el contacto. También le ofrece el programa de pares (personas con VIH que han pasado por lo mismo y ayudan a quien lo necesita) y psicólogo. “¡Pero no es excluyente de ir a la oenegé! Vete a los dos sitios”, le recomienda. Luis sale de la consulta relajado, con la información y las citas necesarias. “Cuando recibes a un paciente ‘naive’ o a una persona inmigrante recién aterrizada, hay que olvidar el vademécum y escuchar, dejarles llorar, dejarles echar las culpas a otros…”, señala Emma.

“Cuando recibes a un paciente ‘naive’ o a una persona inmigrante recién aterrizada, hay que olvidar el vademécum y escuchar, dejarles llorar, dejarles echar las culpas a otros…”

Por último, entra Juan, peruano de 30 años. Ha llegado hace una semana convencido por su pareja, que vive en España. Duerme en los parques, mientras su pareja trata de buscarle hueco en un albergue. Lleva mucho tiempo sin tomar la medicación. No siempre usa el condón. Responde sin dar demasiados rodeos: “Aquí tengo que decir la verdad, ¿no?”.

Emma le acaricia también y le dice que ha hecho muy bien, que al día siguiente va a tener la medicación y que todo irá de maravilla. Le pregunta por unas marcas que tiene en la piel. Es sarna. Al contrario que los otros, Juan parece de extracción más humilde. Emma le repite varias veces todo el proceso, las citas, los lugares, la medicación…. “Demasiada información, ¿verdad?”, le dice. De nuevo, la enfermera ha cambiado el registro. Le deriva a la trabajadora social para que le busquen un sitio donde comer y dormir. “Este pobre está abocado a ser un trabajador del sexo, casi no tiene alternativas” se lamenta Emma.

Un circuito rápido

Emma les explica a todos la importancia de preparar las consultas con el personal sanitario, de que cuenten todo lo que les pasa, para poder valorar los factores que rodean al VIH y ver si pueden tener solución. “Las primeras veces, están pensando en demasiadas cosas, y se les pueden pasar complicaciones de su vida diaria provocadas por el virus o por otras cosas; por eso es importante invitarles a que hablen de todo lo que les preocupa; a nosotras y/o al especialista”.

Emma hace directamente la petición interna de consultas de psicología, y también la de analíticas. Para ella, es muy importante la celeridad del proceso, al margen de los procedimientos tradicionales. En el hospital lo saben, y funciona. “El sistema da citas cuando puede, pero gracias a nuestra vinculación con las oenegés aceleramos los procesos. Esto no va de una semana, o dos o tres. A nivel biomédico, no hay mucha diferencia. La diferencia es lo que no sufre en su casa esa persona esperando a que le llamen”.

“El sistema da citas cuando puede, pero gracias a nuestra vinculación con las oenegés aceleramos los procesos. Esto no va de una semana, o dos, o tres. A nivel biomédico, no hay mucha diferencia. La diferencia es lo que no sufre en su casa esa persona esperando a que le llamen”

Y continúa: “Por eso, es muy importante el trabajo de Stop Sida, porque nuestra psicóloga, que es muy potente, muchas veces les da cita para tres meses porque no tiene más tiempo. Crear un circuito rápido para evitar este desfase es muy importante”. Emma destaca la labor de ayuda social y atención emocional a las personas con VIH que tienen las oenegés: “Esta parte de humanizar los cuidados es muy complicada en un hospital como el nuestro, por eso, es vital la relación con las oenegés”.

Es una demanda que tiene desde hace tiempo. “Espero que me hagan caso en algún momento; es necesario el cambio de atención a enfermos crónicos, pasar de un modelo de hospital centrista a otro en el que el paciente esté en el centro y todos pivotando alrededor”. Por ese motivo, Emma facilita su teléfono y su correo electrónico a los que pasan por la consulta. “En seis meses (tiempo habitual entre cada consulta médica), pasan muchas cosas. Así, nos pueden localizar y podemos solucionar sus dudas, más allá de la medicación; eso descongestiona la sanidad”.

“Espero que me hagan caso en algún momento; es necesario el cambio de atención a enfermos crónicos, pasar de un modelo de hospital ‘centrista’ a otro en el que el paciente esté en el centro y todos pivotando a su alrededor”

Emma Fernández quiere que la figura de enfermera en práctica avanzada se extienda porque, a pesar de su capacidad de trabajo, “es agotador”. “Cuando yo llegué, cuando empecé a trabajar de esta manera, había otra enfermera como yo, pero se ha jubilado. ¿A quién se le ocurre jubilarse? Me tiene…”, dice socarrona. Se refiere a una colega con la que ha compartido todo el proceso de cambio asistencial desde que comenzaron, en 2009, y a la que le une también una buena amistad.

También, cree que hay que replantearse el debate de que los médicos de Atención Primaria puedan atender a las personas con VIH. “Ellos están dispuestos a hacerlo porque son pacientes crónicos, pero faltan medios. No sólo se trata de ampliar personal, sino de dar habilidades”.

Emma tiene ahora una pareja. Es médico. “¡Y yo que siempre decía que no estaría con el enemigo!”, concluye, no sin cierta guasa.

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