¿Cuál es la pregunta que menos te gusta que te hagan? Se lo pregunto a Chiara, 32 años y diez con el VIH a cuestas. Ella sonríe con cierta condescendencia. Su tono de voz es potente, aunque no destila agresividad sino todo lo contrario. “Que me pregunten cómo lo cogí; esa pregunta esconde morbo, reproche”, contesta y me mira de reojo. A mí se me caen los ojos al café, que he pedido en vaso, como siempre.
Estamos en la cafetería de un hotel, en Sevilla, donde vive. Aunque llevamos un buen rato hablando, casi una hora, tras presentarnos, lo primero que he querido saber de ella es precisamente cómo adquirió el virus… Por suerte, ella misma sale al rescate, riendo de manera franca: “No te preocupes, en tu caso es lo normal. Eres periodista y quieres contar una historia. Tienes que saber todo de mí para poder contarla”. Me atrevo entonces a mirarla. Le doy las gracias.
Chiara desprende decisión. Su aspecto, su forma de andar, todo. Tiene una larga melena ondulada de color castaño oscuro. Como sus ojos, profundos. La potencia de su voz lo envuelve todo. Exuberante, podría recordar a paisanas suyas como Sofía Loren. Cuando se ha marchado, mi sensación no ha cambiado. Chiara no engaña, es lo que se ve.
Chiara Santoro nació en Milán. En 1990 el VIH hacía estragos en la población que lo contraía. Los médicos no disponían de tratamientos eficaces y la esperanza de vida de los pacientes rondaba los dos años. A ella se lo diagnosticaron con 22 años. En 2012. Como si se hubiera cumplido la profecía del apocalipsis maya, en ese momento se le vino el mundo encima.
De padre italiano y madre nicaragüense, los primeros años de la vida de Chiara se desarrollan en Senegal. Por motivos de trabajo, su padre, Antonio, tenía —tiene aún— que viajar. Instala laboratorios en países en vías de desarrollo. Actualmente, se encuentra en Sudán. Su madre vive hoy en Sant Cugat, en Barcelona, “aunque hace una temporada aquí, una temporada allá…”, comenta Chiara con marcado acento italiano. A veces le cuesta escoger las palabras en español y pide ayuda. Chiara tiene una hermana cuatro años mayor que ella, Laura, pero su relación es distante. Casi como la distancia física que las separa: Laura vive en China.
Sin embargo, y a pesar de que Chiara tiene un vínculo sentimental muy fuerte con Senegal (toda la familia lo tiene, por motivos distintos), sus primeros recuerdos son de Milán, a donde volvió con sus padres tras el periplo senegalés. Luego, le tocó vivir en más ciudades y en más países. Cada vez que su padre viajaba, su madre, Juana, aprovechaba para volver a su Nicaragua natal. Al cumplir 19 años, Chiara decidió volar a Estados Unidos. Ella dice que para aprender inglés, pero ese espíritu viajero que la empapó desde pequeña pesó, por lo menos, lo mismo en la decisión. Sus padres ya se habían separado antes. Ese viaje le cambió la vida.
“Había terminado el instituto y no sabía muy bien qué hacer. Entonces, decidí tomarme un año sabático. Así se dice, ¿no? Igual que en italiano”. Marchó a California. “La verdad es que me encontré tan bien allí que hice de todo para quedarme. Pero en Estados Unidos es difícil conseguir un visado de trabajo siendo extranjero, así que me puse a estudiar. Como en el instituto había escogido la rama de arte, opté por un programa de ilustración. Fui feliz”.
“Me preguntaba continuamente ¿por qué a mí? Me veía como si fuera un monstruo que iba echando un líquido verde tóxico…”
Chiara Santoro
Al poco tiempo comenzó a sentirse mal. “Cada dos por tres enfermaba. Había perdido mucho peso, yo pensaba que era estrés. No tenía demasiado presupuesto y eso me generaba ciertas estrecheces. Achacaba mi malestar a esa situación. Luego, vino una época en la que tuve mucha fiebre, pero siempre buscaba una explicación a lo que me pasaba, y esa vez lo achaqué a que era febrero y es la época de la gripe”. Así, hasta que se descubrió un bulto en la axila. Después, se le detuvo la regla. “Me dije: vale, algo va mal”. Pero Chiara estaba en Estados Unidos, donde cualquier acceso al médico, si no se tiene un seguro privado, es complicado y caro… “La cosa era tan insostenible que decidí visitar una clínica semipública, pensada para extranjeros y personas que tienen problemas con papeles y cosas así”.
Noviembre de 2012. Tras analizar los síntomas, el médico que le atiende le dice a Chiara que aquello suena serio y que debe hacerse un examen más profundo. “No te conviene hacértelo aquí. Vete a tu país y que te lo hagan ellos, porque, si no, te vas a arruinar”, le recomienda.
Por Navidad, Chiara solía volver a Milán. En esa ocasión, adelantó el viaje. A su novio le dijo que aprovechaba las vacaciones para hacerse una analítica, que seguramente le faltaba algo de hierro y que después volvía. Coincidió que estaban su padre y su madre en Milán, y a pesar de estar separados le acompañaron a las pruebas. “El médico me llevó aparte y me dio la noticia. ¿Qué hacemos?, me dijo. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo? Le pedí que lo hiciera él, yo no tenía fuerzas. Mi madre se echó a llorar, desesperada, y mi padre se puso muy triste”, hace memoria.
A Chiara, la noticia le cogió de sorpresa a medias. “Yo tenía 22 años, y tenía una vida sexual muy activa, propia de mi edad. Nada escandaloso, pero tenía relaciones y, a veces, sin preservativo”. En un primer momento, se le pasaron por la cabeza muchas cosas. “Fue muy duro. Tenía que llamar a todo el mundo en Estados Unidos para darles la noticia y alertarles. Algunos me dieron las gracias por avisarles, otros creyeron que les estaba acusando de algo. Nunca regresó a Estado Unidos. Dejó allí sus cosas y su gato. No los volvió a ver nunca.
“¿Dónde estará la maleta con mis cosas? ¿Dónde estará mi gato? Hubo un tiempo en el que supe dónde estaban, pero ahora, diez años más tarde, ya no lo sé”. Se lo pregunta otra vez con la mirada perdida. “Me gustaría despedirme de Estados Unidos. Allí dejé muchas cosas, muchos amigos. Es un capítulo sin cerrar”, reconoce.
Con su exnovio siguió teniendo relación, telefónica. “Sí, sí, fue horrible. Mira, la verdad es que todo esto es un capítulo de mi vida bastante privado que no suelo contar… Mi novio era un chico muy bueno. Pero era de Arabia Saudí. Y si yo le había pasado el VIH le arruinaba la vida porque en su país las cosas son distintas. Por suerte, no se lo pasé. Luego, él ha venido a visitarme a Italia, como amigo, ya no como un novio”.
Continúa Chiara… “Yo no tenía muy claro mis objetivos en la vida. Y sigo sin tenerlos claros. Mira, cuando estaba en Estados Unidos, me daba miedo defraudar a mis padres, que habían apostado fuerte por que yo estuviera allí. Y las cosas no me iban bien. No quería volver a Italia como una perdedora. El hecho de tener VIH me sirvió de excusa para no volver de Estados Unidos como perdedora”.
“Yo estuve tomando antidepresivos y cosas así, una temporada. Si a una persona que tiene ansiedad su médico le cambia de medicación y no lo sabe, puede generarle aún más ansiedad”
Chiara Santoro
A partir de ese momento, Chiara tuvo que enfrentarse a sí misma. “Mi problema no era la gente, que conmigo estaba bien. Mi problema era yo misma, estaba fatal. Sentía que había decepcionado a mis padres. Me repetía: tú te lo has buscado”. Y aún más: “Cuando supe que tenía VIH, le cogí mucho rechazo a la sexualidad, a los hombres. Si veía una escena romántica, me daba asco”. Pero añade, riendo: “Eso cambió ¿eh?”.
“Me preguntaba continuamente ¿por qué a mí? Me veía como si fuera un monstruo que iba echando un líquido verde tóxico… Y la verdad es que, aún ahora, de vez en cuando, se me va un poco la pinza y sigo pensando ¿por qué?, ¿por qué a mí?»
Su padre lo fue asimilando, cuenta Chiara. “Aquella época la pasé sola con él. En Milán. Fue bonito. Como una manera de recuperar la relación”, explica. “Pero mi madre… Recuerdo, por ejemplo, cómo cogía los vasos en los que yo bebía y los lavaba con lejía, y las toallas, a 90 grados. La relación era un poco tensa. Ahora pienso que quizá lo hacía por mi bien, ¿sabes?” Nunca han hablado abiertamente del tema, reconoce. “De vez en cuando, mi madre me dice: ¿qué tal vas con eso que tienes? Pero nunca lo nombra. Debería hablar con ella, tener una conversación abierta sobre nosotras”.
Chiara Santoro, 32 años. Con VIH desde los 22. De padre italiano y madre nicaragüense, nació en Milán y vive en Sevilla. Tiene un hijo de cinco años. Después de muchas idas y venidas, está estudiando para conseguir ser independiente económicamente. Es su gran reto.
Esta es la sensación de Chiara, claro. Su madre lo ve distinto. Cuando contactamos con ella, agradece el interés y cuenta que siente que «es la primera vez que alguien quiere saber cómo viví yo en ese período la noticia de esa enfermedad que se cogió mi hija”. Es cierto: Juana no nombra el VIH.
Se sincera la madre de Chiara: “Cuando me enteré, me sentí horrible. Todo mi mundo se me vino abajo. Pero, después, tuve que ser fuerte y apoyar y ayudar en todo lo posible a mi hija”. Desgraciadamente, reconoce, la relación entre las dos ha cambiado. “Por mi parte, nada tiene que ver con la enfermedad, es por otros motivos. Chiara ha cambiado desde entonces. Ella es ahora, sin duda, otra persona”. También ella cree que tienen pendiente una conversación, aunque duda de que tenga lugar. “No sé si algún día la tendremos”, se lamenta.
Antonio, el padre de Chiara, técnico de laboratorio, fue consciente de casi todo desde el principio. “Cuando el médico nos comunicó que ella era seropositiva, por supuesto que me sentí mal. Pero no era un asunto moral: me sentí mal porque sabía perfectamente que no había medicina para curar el VIH de manera definitiva. Ese era el verdadero problema, eso era lo que me preocupaba mucho”, dice hoy.
“Cuando me enteré, me sentí horrible. Todo mi mundo se me vino abajo. Pero, después, tuve que ser fuerte y apoyar y ayudar en todo lo posible a mi hija”
Juana
Madre de Chiara
“Desde que ha hecho público su estado, sin complejos, ha dado un salto enorme. Esa toma de conciencia era lo único que le faltaba”
Antonio Santoro
Padre de Chiara
Santoro añade: “No sé si lo que estoy por decir es algo que está solamente en mi cabeza. A mí me parece que Chiara, antes de tener VIH, tomaba decisiones sin tener en cuenta las posibles consecuencias. Ahora es más responsable. Yo estaba preocupado porque pensaba que Chiara no iba a ser constante con el tratamiento, que es algo fundamental para el control del VIH. Pero no, Chiara ha sido muy constante. Por lo demás, sigue siendo la misma.” “Con mi padre fue distinto, sí”, subraya Chiara. “Y hay una cosa que él me dice de vez en cuando, y que me hace sentir muy bien: ¡Enhorabuena por tomarte tu tratamiento de manera constante, estoy muy orgulloso! Para mí, eso es súper importante. Mi madre no sabe ni qué tratamiento tomo ni nada”.
Antonio hace balance de aquellos días. Recuerda que los tres reaccionaron de manera diferente. “Ella se sintió culpable y, para mí, era solo una hija poco más que adolescente que hizo lo que hacen todos los jóvenes. Ella necesitaba el sostén moral y práctico de sus padres. Y así, yo traté de estar siempre cerca, desde el comienzo. Esta cercanía, en mi opinión, fortaleció la relación entre los dos”.
Con el diagnóstico, el médico le dijo a Chiara que fuera a un psicólogo. “Pero no quise, porque pensaba que eso era para las personas que no saben resolver sus problemas. Tenía que haberlo hecho, sin duda. Tenía mucha tristeza, mucho agobio ¿Sabes cuándo supe que me equivoqué? Cuando llegó la pandemia del coronavirus”. Porque en ese momento a Chiara le volvió la ansiedad y la angustia, la misma que tuvo en 2012 cuando supo que tenía VIH. “De pronto había que limpiarse las manos con gel, no te podías tocar ni juntarte, y eso despertó en mí, de golpe, esa sensación de ser alguien sucio, que infecta a los demás, como cuando mi madre lavaba todo lo que yo tocaba…» Estaba tan angustiada que lo habló con una psicóloga. “Me di cuenta de que mi problema no era la pandemia sino lo que había despertado la pandemia en mi vida: no había superado todavía el hecho de tener VIH. Había vuelto el miedo, un miedo horroroso, el miedo a ser diferente, contagiosa”.
El padre de Chiara hace su propio análisis: “En lo más profundo de su sentir, ella misma se culpaba, como si hubiera hecho algo sucio y no lo hubiera resuelto. Pero desde hace un par de años ¡ya no! Desde que ha hecho público su estado, sin complejos, ha dado un salto enorme. Esa toma de conciencia era lo único que le faltaba”. Chiara ha dejado la medicación para la ansiedad.
“Cuando me dijeron que era positiva, lo primero que pensé y pregunté fue si podría tener un hijo y cómo. Es curioso, porque a mí nunca me habían gustado los niños”, suelta Chiara. “Y el médico me dijo: Sí, se puede, pero con inseminación”. El caso es que, a ella, esto de la inseminación nunca la sedujo. Su idea era tener un hijo sin planificar, y la inseminación es justo lo contrario. “Yo estaba en Italia, en casa, encerrada, deprimida, sin hacer nada. Me di cuenta de que probablemente no iba a regresar a Estados Unidos. Vi que tenía que empezar a moverme. Pensé: si no, mi padre me va a matar aquí todo el día en casa”.
Entonces, encontró trabajo como azafata en la Exposición Universal de Milán de 2015, en el Pabellón de España. Allí, entre las personas que trabajaban, se encontraba Álvaro Sánchez, cortador de jamón. “Entre una loncha de jamón y otra, me conquistó”, sonríe Chiara. Álvaro era enfermero en España, por lo que ya conocía bien el VIH. Él fue el primero que le trasladó el mensaje de indetectable es intransmisible, algo de lo que, según Chiara, en Italia no se hablaba. “Tú no contagias a nadie si tomas la medicación de forma adecuada y tienes los índices como los tienes”, le decía Álvaro. “Eso me gustaba mucho, claro, porque no me rechazaba sino lo contrario. Pensaba que no iba a encontrar nunca una pareja… Por eso, cuando le conocí, me pareció una maravilla”, asegura.
Él la recuerda “retraída, tímida y de mirada temerosa, como si esperase un comentario negativo hacia su persona”. No era la mejor época de Chiara, y Álvaro la rescató, de alguna manera. “Nunca tuve miedo a infectarme. Por mi condición de sanitario, estaba bastante tranquilo por la información que manejo, incluso lo hablaba con ella para tranquilizarla”.
“Nunca tuve miedo a infectarme. Por mi condición de sanitario, estaba bastante tranquilo por la información que manejo, incluso lo hablaba con ella para tranquilizarla”
Álvaro Sánchez
Expareja de Chiara
Así es como Chiara recaló en España. Mantuvieron una relación a distancia durante un tiempo y, en uno de esos viajes, Chiara se quedó embarazada por sorpresa. Sin saberlo, había cumplido uno de sus grandes deseos: tener un hijo sin planificar. Chiara confiesa que llamó a Álvaro y le dijo que tenía que contarle “un secreto horroroso”. “Él se lo tomó de maravilla. En ese momento tenía dos opciones: ser madre soltera en Italia o formar una familia en España. Así que me lancé y me fui a Sevilla, con Álvaro». Y se hicieron pareja de hecho, «sobre todo por el niño». Desde entonces, Chiara ha vivido en Sevilla.
La versión de Álvaro es parecida: “Bueno, la noticia no era esperada y nos cogió por sorpresa, pero lo fui viendo como algo bueno, como que te llena de esperanza. No tuve ninguna duda”.
El embarazo y el parto transcurrieron sin problemas. Chiara no sólo cumplió el deseo de tener un hijo por sorpresa. También, el de tener un parto natural, no por cesárea. “En Italia me habían dicho que eso tampoco podría ser. Fue alucinante escuchar a un hombre con bata (se refiere a un médico) decirme que no tenía que preocuparme más allá de los controles necesarios, que si era indetectable era intransmisible”, aún se sorprende.
Nueve meses más tarde nació Gabriel, que hoy tiene 5 añitos. El niño hizo que también su madre se le acercara. “Para ella, el nieto fue muy importante, y se preocupó por mí y por mi hijo”, cuenta Chiara. “El día que mi hija me dio la noticia, para mí fue el más bello día de mi vida. Estaba tan feliz que ni pensé en su enfermedad. Después, le pregunté si iba ser peligroso para la criatura, y ella, muy tranquila y serena, me dijo que no había riesgos. Gracias a Dios así fue”, confirma Juana.
Después vinieron una pandemia mundial y otros problemas. Desde hace un año, Chiara ya no vive con Álvaro, aunque habla de él con cariño: “No funcionó, pero es un hombre muy bueno y un padre perfecto”. Álvaro cree que, al final, en su relación, sí pudo pesar el VIH. “Afectó un poquito, más por su miedo a contagiarme que por los miedos que ella pensaba que yo tenía. Y en la manera de vivir, pues, en fin, ella tenía sus miedos, miedo a que la gente se enterase de su positivo en VIH. Pero, en conjunto, puedo decir que la cosa fue bastante bien”.
Chiara afirma que ha sufrido en ocasiones, casi siempre por desconocimiento. En eso, es muy beligerante. Recuerda cómo en Italia, justo antes de ir a su ginecólogo para un control rutinario de VIH, se hizo la prueba de embarazo. Dio positivo. “El doctor me miró mal y me preguntó si estaba loca. Me dijo: ¿no te gusta el preservativo? Yo me eché a llorar desconsolada. Las dos enfermeras me tuvieron que coger de la mano, mientras miraban a la ginecóloga como diciendo, ¡serás burra! No acabó ahí la cosa. Después, me hicieron una ecografía y me dejaron muy sucia con el gel. Me limpié con papel, pero no había cubo de la basura, o por lo menos yo no lo veía. Y pregunté: perdón, ¿dónde está el cubo de la basura? Entonces, vi a las dos enfermeras y al médico dar un paso atrás a la vez y señalar la basura, apartándose de mí y del papel, como si fuera una apestada. ¡Y hablamos del año 2015!”
En España sufrió un episodio similar. Después de tener a Gabriel, ella quiso tomar la píldora y fue a planificación familiar. Todo iba bien hasta que vieron que era seropositiva. “Pero, ¿tú tienes VIH? Entonces, ¿cómo es que quieres la píldora anticonceptiva?”, le soltaron. Ella explicó que quería tener relaciones con su marido sin preservativo, como cualquier otra pareja. “¿Por qué quieres poner en riesgo la vida de tu marido? Si le quieres, deberías obligarle a ponerse el preservativo”, continuaron. Chiara no daba crédito a lo que estaba oyendo, sobre todo porque lo estaba diciendo una persona dedicada a temas sanitarios.
“Pero me llevé la píldora, claro”, añade Chiara, que cuenta algunas historias más. Como el caso de un día que fue con su actual pareja y un amigo a un polígono, a comer a un restaurante chino. En la zona había prostitutas y el amigo de su pareja se puso la mascarilla. “Nosotros le preguntamos: ¿por qué te pones la mascarilla? Y él soltó: a lo mejor tiene sida. La verdad es que me tendría que haber sentido ofendida, pero me hizo hasta gracia su ignorancia”. Después, ella se fue al baño y el novio le dijo a su amigo que dejara de decir bobadas. “Mira, mi novia tiene VIH”, le explicó. Cuando Chiara regresó, el amigo estaba llorando. Se abrazó a Chiara pidiéndole perdón. “Pero metió la pata aún más -—se ríe Chiara— porque dijo que yo era diferente, no como ellas, que se lo habían buscado”.
A pesar de todo, Chiara todavía reconoce algunos reparos cuando está delante de un médico. No ha superado algunas cosas. “El otro día quería ir a planificación familiar para ponerme el DIU. Pedí a mi novio que me acompañara, por si acaso. Como él no podía, no me atreví a ir sola”. Tampoco tiene demasiada confianza con el médico que le atiende por el VIH. Chiara considera que es “un poco pasota”. “Es cierto que a mí no me importa particularmente porque estoy muy al día, pero a una persona recién diagnosticada le vendría bien hablar con el médico de muchas más cosas”, se lamenta. “Se debería aprovechar el tiempo de la consulta para saber más sobre el estado de salud de la otra persona. Nos vemos solo una vez cada seis meses…” A Chiara le han recomendado cambiarse de hospital. “Al Virgen del Rocío, porque dicen que se interesan más, tienen más experiencia y saben que hay muchos problemas que no tienen que ver con la infección en sí, sino con el estado de ánimo o con contraindicaciones de la medicación, por ejemplo”.
Para ella, la comunicación entre el médico y el paciente es esencial, ya que de esas conversaciones surgen temas relacionados con la salud y el VIH que de otra forma es complicado que afloren: “Yo estuve tomando antidepresivos y cosas así, una temporada. Si a una persona que tiene ansiedad su médico le cambia de medicación y no lo sabe, puede generarle aún más ansiedad. El médico debería saber esas cosas, pero, claro, si no hay una buena comunicación entre ambos…” Para todo lo que tiene que ver con la parte emocional y su reafirmación personal, Chiara se apoya en Adhara Sevilla, una ONG especializada de personas que viven con VIH y otras ITS.
2022. Chiara se siente bien ahora. Está contenta con su nueva pareja y con su hijo. “Si tengo otro hijo, en esta ocasión será planificado. Ya cumplí el sueño de la sorpresa”. Es ahora también cuando me revela otro deseo cumplido. “He vuelto a estudiar, Educación Social”, dice orgullosa. Está a mitad de carrera, y mientras da clases de inglés a algunos alumnos. Se ha sacado una espina que tenía clavada desde que abandonó su formación en Estados Unidos.
Chiara quiere trabajar. Está estudiando para eso. Ha elegido un campo que, de alguna manera, tiene o puede tener que ver con el VIH. Ese es su próximo sueño: poder tener más independencia económica. “Sobre todo, porque me he separado y no quiero depender de mi nuevo novio. Y no, no quiero ser ama de casa. Siempre he estado dependiendo de mi padre, de mi marido, de mi novio. Y no quiero”.
También, ha aprendido a jugar al billar, algo que le ha ayudado mucho y le ha obligado a salir de casa y a relacionarse. Su novio le ha enseñado. Van a campeonatos y, aunque asegura que queda la última, luego reconoce que no se le da nada mal. Aun así, no le basta. Quiere más. “Quiero ganar, demostrar a ese mundo de hombres que soy capaz de ganarles, dejar de ser la novia de. Tal vez, es culpa de la feminista que llevo dentro”. Suelta una carcajada y sigue su viaje.