La fragilidad representa un estado de vulnerabilidad para la salud que se produce en respuesta a condicionantes físicos, cognitivos, sociales, emocionales o económicos.
Los síndromes geriátricos que incluyen fragilidad, deterioro cognitivo, sarcopenia, caídas y movilidad disminuida, deterioro sensorial y polifarmacia se producen con frecuencia y más temprano en el caso de personas con el VIH.
Además de los problemas de salud asociados a la edad, el envejecimiento conlleva un importante reto emocional para las personas con VIH, dado que acentúa aspectos como la soledad, el aislamiento social, el estigma, la discriminación y los síntomas depresivos.
En la población mayor seropositiva se ha demostrado una prevalencia de la fragilidad que puede llegar a ser el doble que en población sin VIH. También, su desarrollo a edades más tempranas.
La fragilidad conduce a un mayor riesgo de situaciones adversas como caídas, cognición deteriorada o pérdida de independencia, entre otros.
Además, comparte síntomas con la sarcopenia como la reducción de la fuerza muscular, la masa y los cambios morfológicos. De hecho, las personas que viven con VIH tienen una probabilidad más de seis veces superior que la población general de sufrir sarcopenia.
Los primeros signos de pérdida de masa muscular están presentes en la mediana edad, incluso con carga viral indetectable. En conjunto, hay una fuerte interacción entre sarcopenia, fragilidad y declive funcional.
En la población general se recomienda la detección anual de fragilidad después de los 70 años, mientras que, según las últimas directrices de la Sociedad Clínica Europea contra el Sida (EACS), en las personas con VIH se recomienda la detección anual de la fragilidad a partir de los 50.